domingo, 14 de septiembre de 2008

Da Capo





Esta noche la orquesta comienza su andadura invernal, y precisamente en Munich, con el frío que debe hacer allí. Nos han convocado a las once y media en punto en el aeropuerto, y digo en punto porque no sería la primera vez que se debe retrasar la salida por culpa de algún despistado. Ricardo, el primer contrabajo, me llevará en su coche. Es un chico joven que acaba de ingresar en la orquesta, está lleno de tanta vitalidad que cuando interpreta parece que baila suspendido del cuello de una mujer gorda. Es un gran instrumentista, incluso a veces se atreve con algún capricho de Paganini. Muchas veces, cuando le miro, retengo su jovial y dinámica mirada en mis ojos viejos e indolentes, y es en ese instante cuando veo más nítido que nunca la imagen de un vaso, otrora lleno de ilusiones y al que día tras día, sin miramientos, han zarandeado de un lado a otro. Ahora anida un poso turbio y fangoso que de forma insoslayable me engulle...

 

 

 

"Todas las tardes, o casi todas, el perfecto vaivén del metrónomo era preámbulo  ineludible y premeditado de un final postrado y agotador. Siempre acababa así mi padre, con el corazón acelerado, quedando su espíritu en un estado de conmoción y desasosiego y sobre todo, dejando ver por sus sienes el recorrido húmedo de su agitación.

 

Todo se originaba bajo un bullicio de pausados y medidos pasos. Recorría el pasillo una y otra vez hasta que el movimiento cesaba. Su figura hierática permanecía  frente a la puerta como si no encontrara el instante adecuado para entrar. Entonces el silencio brotaba y sus dedos inquietos se rizaban. De instante gélido y de deseo al mismo tiempo, de dudas inquietas y cómplices, movía a derecha e izquierda su cabeza y, con los ojos entornados, exploraba todo aquello que su vista alcanzaba. Yo mientras esperaba, el camino absorbía y cercenaba y el tiempo vigilante me miraba.

 

 Al abrir y cerrar la puerta lo hacía  con una suficiente y ya estudiada astucia, sin apenas hacer crujir el pomo, y allí dentro permanecía de pie, con los brazos caídos, posiblemente admirando todo lo que allí atesoraba. O, quién sabe si aquellos cinco minutos de aletargada actitud componían un periodo de concentración y reflexión necesaria para paliar el  nerviosismo que se debe padecer ante el inminente inicio de un concierto y que mi padre, aún no estando ante un patio de butacas, estoy seguro sentía.

 

 

Mamá siempre respetaba el tiempo que Papá permanecía así para, una vez transcurrido, entrar, y en silencio observar la segunda parte del rito que al parecer Papá consentía fuese visto. Daba cuerda al metrónomo, ajustaba debidamente el “tempo”, escogía la partitura, la dejaba reposar sobre el atril y contemplando los retratos de compositores que colgaban de la pared esperaba. Al  instante sonaba la primera nota, y yo, ya atento, como si la esperara, corría al salón con la intención de ver como sus manos asían una preciosa batuta tallada a mano y que cogida entre sus dedos hacía dueño por un instante a aquel hombre, mi padre, de un mundo irreal; creyente de un dominio sobre aquella orquesta que nunca erraría y al mismo tiempo conocedor de una tranquilidad que haría mover sus brazos desordenadamente y la orquesta, su orquesta comprendería. En plena carrera veía su silueta llena de vida reflejada en el cristal ahumado de la puerta, y al llegar, aplastaba mi nariz con fuerza queriendo ver más nítidos sus brazos moviéndose. No lográndolo, abría con suavidad y delicadeza la puerta, como él lo hacía, lentamente y con la mayor cautela que me era posible; todo, para no romper aquel sueño profundo que empezaba a recorrer sus brazos. Asomaba tímidamente la cabeza y allí estaba, frente a su atril repleto de partituras, pisando con firmeza la alfombra como si de un podio se tratara, flexionadas las rodillas, exaltados los brazos  y con una respiración tan profunda que provocaría, sin duda, la cólera en cualquier sala de conciertos. Pero a Mamá no le importaba o lo ocultaba con hábil disimulo, sentada en su mecedora sin balanceo, cubierta hasta los tobillos por un traje holgado y adornada por una siembra de enormes rulos que le colgaban del cabello como plomos enredados en fangosas algas, pero eso sí, mirando fijamente la figura de Papá, sin  importarle nada más que lo que allí estaba sucediendo. ¡Pobre Mamá!, nunca supe si verdaderamente le gustaba la música. Me pregunto si en caso contrario ¿Cuál era el motivo de su permanencia allí? No lo sé. Tal vez disfrutara contemplando a Papá con aquel dinamismo un tanto inusual a su edad, aunque más bien aprovechara justamente aquel instante para dejar libre sus pensamientos y concentrarse en ellos con mayor fuerza gracias a la música.

 

- ¡Mamá!,  ¿por qué pones los ojos así?

Podría habérselo preguntado, no sé si hubo algo que llegara a impedírmelo.

- Israel,  hijo mío, Mamá reposa el alma, tengo que hacerlo, estoy cansada y mañana es un día de trabajo.

 

Esta podría haber sido una de sus respuestas, o cualquier otra, que más da, ¿qué hubiera pensado yo? Era demasiado pequeño, no hubiera servido de nada, además, de haberlo hecho ni tan siquiera me acordaría de sus palabras.

 

 

Pero... ¿Por qué pienso esto ahora?  Sí, ahora, en el eclipse de mi vida, ¿de verdad añoro aquellos tiempos? ¿De verdad me pesa tanto el presente que rehuyo de él conversando con el pasado? Bajo el humo de una música irreal he recorrido un largo camino, y entre la densa neblina conservo escasos buenos recuerdos ya desfigurados por el paso del tiempo. Solamente queda uno, nítido como al principio; la presencia de Mamá, y mi niñez sentado en sus rodillas, nada más. Aunque tal vez sea el recuerdo de estar arropado por sus brazos y el hecho de sentirme tan desprotegido ahora lo que me haga rememorarla. No lo sé, mi vida se ha transformado progresivamente en un continuo querer pensar en lo que impone la razón.

 

Y lo peor de todo es que aquí sigo, sin poder reaccionar, anonadado por estos pensamientos, diluido en la pereza y la desesperanza, sentado en el mismo sillón donde quedaba agotado mi padre, sin fuerzas para levantarme y empezar un nuevo día. Pero no reparo en la necesidad de frenar mi corazón acelerado, que continua agitado con tan solo recordar el pasado, pasado que se ha congelado y me ha empujado por el mismo camino día tras día. Cuatro paredes cuarteadas por la humedad y cuyos múltiples trazados he recorrido con la vista infinidad de veces, una mesa sin cajones de olor y rancio recuerdo, una silla desencolada que deja ver en una de sus patas la rebaba de cola que alguien olvidó quitar con papel de lija, una estantería de tablas onduladas por el peso de cientos de partituras, y finalmente, un cuadro de madera carcomida con el retrato de mi bisabuelo. Es curioso, adoré aquel rostro de densa y abundante barba, mirada penetrante y tez cuarteada por el sol hasta que supe su verdadera identidad. Mi imaginación lo había encumbrado en el pedestal de los grandes personajes, tal vez un compositor, como los demás, ¡qué torpeza la mía!, con el simple hecho de haberme preguntado el porqué de su injustificado aislamiento lo hubiera sabido. Papá nunca habría abandonado una imagen que le inspirara. Tiene gracia, toda mi adolescencia mirando aquellos grandes ojos grises... Entraba en la habitación, cerraba la puerta, y como si por instinto fuera aprisionaba mi oreja contra ella para escuchar a lo lejos la música que salía del salón. Sacaba el violín del estuche, dejaba en el atril la partitura y sentado en una silla permanecía allí, con el violín y el arco en mis rodillas y con la mirada fija en una de las grietas de la pared, escuchando. Y día tras día escuchaba, bajo la mirada del señor barbudo.

 

- ¿Mi hijo? - decía Papá. - Mi hijo estudia música, el violín, se pasa horas y horas encerrado en la habitación. Llegará lejos así, estoy seguro.

 

Y lo repetía una y otra vez cuando se encontraba a alguien conocido en la calle o cualquier amigo de la familia visitaba nuestra casa.

 

- ¿Verdad Israel?

 

Yo asentía con la cabeza, sonrojado, cosa que me reprochaba.

 

- No seas tímido Israel, la modestia es cosa de adultos.

 

De nuevo  asentía, y continuaba aupándome en el trono de los futuros músicos, y yo mientras, avergonzado, esperaba el  momento para buscar refugio en otro lugar.

 

No dejo de pensar continuamente en la amalgama de miserias y grandezas que la música me ha prestado, arropado en la niñez por aquellas sinfonías de mi padre, por aquellas notas que lo decían todo y al mismo tiempo no decían nada. Y ahora, las puertas de la vejez, aquí me hallo, sin restos de pasión, arrastrado y devastado por ella. Perdí el corazón, y lo que es peor, no sé cuando ni por qué cada día que pasa más me lo pregunto ¿por qué?

 

- Escucha Israel, escucha bien, ¡los violonchelos! Ahora, ¡ahora  entran los violines! ¡Los has escuchado!

 

Mamá sonreía, me miraba, y con mis ojos ya fijos en los suyos le devolvía la sonrisa. Papá mientras, continuaba dando coces con los brazos a la vez que pasaba las hojas de la partitura con tanta rapidez como ahora paso las hojas de mi vida. Partituras tan asentadas en el atril como asentado en él he vivido. Y en realidad no sé por qué sigue ahí, en el mismo lugar donde Papá lo dejó, en aquel idolatrado santuario ahora enmudecido, erguido, dejando ver su figura escuálida, respaldo de tantas partituras, y ya lo ves, como si el paso de los años, como si los cientos de balanceos sufridos por aquellas incontroladas manos no hubieran dejado secuela alguna en su tez de madera.

 

- ¡Israel!

 

- Sí, Papá.

 

- Ven, quiero que veas una cosa.

 

Entré en el salón con la cautela acostumbrada y allí apareció, de pie al lado suyo, como si diera la bienvenida a un nuevo miembro de la familia.

 

- Vamos,  ¿a qué esperas? - Me dijo casi exultante.

 

Empecé a arrancarle el papel con cierta temeridad, como si lo que allí dentro hubiera fuera alguien que por miedo no quisiera pellizcar.

 

- Más deprisa, hijo, con más ganas ¡vamos Israel!, hay que darle vida, hay que dar sentido a su existencia.

 

Y con sus grandes manos aceleró el instante en que aquella imagen habría de estar ante nuestros ojos. Los dos permanecimos ensimismados, Papá mirando aquel perfecto acabado de madera, y yo, el reflejo de mi rostro desfigurado en su barniz impoluto. Pero muy pronto, el ruido de la puerta nos arrebató aquel silencio.

 

- Al ver la luz encendida supuse que estabais aquí. - Dijo Mamá con su voz delicada.

 

- Entra, entra y elige una partitura, la que tú quieras.

 

Mamá, un tanto indecisa, se acercó a la estantería y tras un recorrido horizontal con la cabeza escogió una. Se la acercó a Papá, que adivinando de antemano la obra escogida besó a Mamá en la frente agradeciendo su buena elección en momento tan trascendente. Abrió la partitura, la dejó reposar sobre el inmaculado atril, cogió el metrónomo, abrió su tapa y ajustando el contrapeso dejó libre el vaivén del péndulo.

 

- Vamos Israel, la música no se va a poner sola.

 

Extendió su brazo empuñando el disco firmemente. Lo cogí y leí: Sinfonía nº 7 de Ludwig Van Beethoven. No había escuchado nunca aquel nombre, aunque tal vez sí su música. Puse el disco en el aparato de música y al mismo tiempo que empezaba a girar el plato dejé descender lentamente la aguja. Papá, con la batuta en la mano esperaba inmóvil que la orquesta sonara, y Mamá, con el mismo fervor, acariciaba con la vista la imagen casi irónica de Papá, con los brazos en alto y  los ojos clavados en la partitura como si de un títere se tratara. Mamá me invitó a sentarme en sus rodillas, cosa que no dudé en hacer, y allí permanecí junto a ella, mirando los brazos alborotados de mi padre, escuchando las notas a veces difuminadas por su profusa respiración, y observando de reojo a Mamá y la conversión misteriosa de su mirada. Y tapado por la móvil silueta, el atril, su nuevo acompañante, y estoy convencido, no antes claro, sino ahora, de que aquel atril me miraba, y no iba a dejar de hacerlo durante el resto de mi vida.

 

Y cierto es que firmé el compromiso de viajar por todo el mundo a su lado, como también de hacer realidad el sueño de mi padre.

 

- Sí, Israel, yo lo sé, tú pisarás las salas y los teatros de música más importantes del mundo.

 

Y eso llevo haciendo desde hace ya treinta y siete años, pisar sala tras sala... ¡Pero para qué me voy a engañar! Él no se refería a lo que en realidad hago. De saberlo, me recordaría y recriminaría tan desperdiciada vida. No se lo reprocho, tal vez tenga razón. No he llevado la vida que él ansiaba para mí, repleta de satisfacciones, fama y dinero, sin embargo, es esto y no otra cosa lo que me ha dado de comer, sí, Papá, como lo oyes, esa ridícula imagen esquelética de tres patas que tanto adorabas ha sido mi sustento, y no siento la más mínima vergüenza ni deshonor de ser atrilero en una orquesta. A fin de cuentas, los dos hemos compartido el mismo sueño, tú con la batuta entre los dedos sin ser director y yo con un atril en la mano sin ser intérprete".






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